Hacia un periodismo sin mártires; una visión crítica
En un sistema político caracterizado por contradicciones ontológicas que se perpetúan a fin de preservar los intereses de una minoría, la defensa de los ideales se ve condicionada por dilemas que, además de escapar del juicio superficial que se hace de los acontecimientos cotidianos, platean la forzosa necesidad de elegir entre el ser y el deber ser.
Por definición, un ideal es intrínsecamente inalcanzable; se construye en el pensamiento, libre de las influencias del entorno o de las limitaciones de los seres que los conciben. Ello no significa que su búsqueda sea fútil o que carezca de sentido emprender esfuerzos honestos por aproximarse a ellos; únicamente constituye un recordatorio que advierte a aquellos que los persiguen del riesgo de quedar ciegos ante la realidad del mundo en el que viven, mientras se afanan en asir lo intangible.
El mundo moderno parece sólo conocer el camino hacia la guerra; mas la paz debería ser el camino. México es un país violento donde los derechos humanos de grandes sectores sociales se vulneran día tras día; mas el respeto a la dignidad y la vida de todos sus ciudadanos deberían ser los cimientos incorruptibles que sustentaran el desarrollo de la nación. En México, los periodistas, las personas, los seres humanos en última instancia, mueren por expresar lo que piensan, por ser como son o por denunciar lo que creen injusto; mas todos deberían ser beneficiarios absolutos del derecho a la vida sin importar su orientación intelectual, política, religiosa o sexual.
Y es así como se construye el dilema entre el ser y el deber ser. Los periodistas, entendidos como aquellos que mediante procedimientos de investigación rigurosos buscan dilucidar la verdad que subyace tras los acontecimientos, correrán grandes peligros siempre que su búsqueda los lleve a confrontar los intereses de las clases sociales que ostentan el poder. Lo dicho es una verdad que aplica en todo el globo, pero en México la situación se agrava porque se trata de un país convulso, asolado por las guerras internas que protagonizan los diversos grupos de narcotraficantes, así como por la ya casi infinita corrupción del sistema político. Esta es la realidad que nadie debe soslayar. En el terreno del deber ser, un periodista debería poder publicar los resultados de su investigación sin temer por represalias o por su vida; pero en los hechos, al proceder así, en semejante contexto de inseguridad social y tras afectar los intereses de los privilegiados, correrá indudablemente un peligro mortal. Se vuelve entonces fundamental distinguir la realidad de los ideales; lo que es de lo que debería ser.
A lo lejos, el periodismo mexicano pareciera una profesión impregnada de un cierto romanticismo en la que cada periodista aspira a publicar la investigación que cambiará el rumbo de la nación. Probablemente, incontables revelaciones se han sucedido, una tras otra, bajo tal anhelo. Escándalos en los medios; auténticos circos mediáticos acompañan la estridencia de tales publicaciones supuestamente demoledoras, sirviendo, más que otra cosa, como entretenimiento en horario estelar para una población poco informada. Luego, la inevitable consecuencia: uno, decenas y cientos de periodistas muertos; mártires olvidados por la frecuencia de los asesinatos; investigaciones perdidas en el tiempo. Periodistas desempleados en el mejor de los casos.
Es el momento de preguntarse seriamente: ¿qué historia, qué noticia, qué trabajo de investigación cambió drásticamente el rumbo de los acontecimientos de nuestro país?, ¿qué presidente de la república dejó de serlo porque se hayan revelado algunos de sus secretos más oscuros?, ¿qué artículo periodístico marcó un antes y un después en los niveles de corrupción del gobierno mexicano? En última instancia, ¿de qué nos sirve un periodista muerto?
Ahora más que nunca se requiere un serio ejercicio de autocrítica. Los periodistas mexicanos, como una generalidad y sin particularizar, parecieran haberse aferrado a una forma de practicar su profesión que, demostrado en los hechos, no funciona en el contexto que define la realidad de este país. Hubo una época en la que los ganadores de las guerras eran aquellos que podían disponer de la mayor cantidad de “carne de cañón”. Los batallones se disponían frente a frente. Luego, en una sucesión alternada, cada una de sus filas disparaba al batallón rival hasta que uno de los bandos se quedaba sin soldados que pudieran seguir disparando o recibiendo balas. Más tarde, generales brillantes se dieron cuenta de lo absurdo de la situación, plateando que, en definitiva, los soldados podían actuar de formas más inteligentes y eficaces. Hoy en día, nuestros periodistas están jugando un juego similar en el que primero disparan con su fusil, que es la pluma, aguardando después por el embate de las balas verdaderas. Es pues hora de cambiar de estrategia, o de lo contrario, nos quedaremos primero sin soldados.
¿Significa esto que los periodistas deben renunciar a la búsqueda de la verdad o que deben quedarse callados para salvaguardar su integridad? No, de ninguna manera. A lo que deben renunciar es a la idea que deriva del ego, y que es muy característica de la sociedad capitalista, en la que se considera que es el autor de la investigación quien debe obtener la totalidad de los galardones. Esta visión, consciente o inconscientemente, fuerza a los periodistas a publicar sus trabajos de gran impacto por sus implicaciones políticas bajo su nombre real, lo cual los vuelve extremadamente vulnerables. Un periodista debe preguntarse en todo momento qué es más importante: ¿que la información se conozca y difunda, o que obtenga el reconocimiento por su autoría en detrimento de su seguridad o incluso su vida?
En la época actual, la privacidad, que en este caso se refiere principalmente al resguardo de la identidad, es la mejor defensa que un periodista (y cualquier ciudadano) puede tener ante la inseguridad que impera en el país. Si es capaz de renunciar al ego, entonces llevará una ventaja única. El siguiente paso será socializar la información, de forma anónima, para que le pertenezca al pueblo y no a un individuo. Tenga presente que los grupos de poder podrán matar a un individuo, pero no a toda la gente de un país que se erija como garante de la información recibida.
Es cierto que desde el punto de vista del deber ser, el estado mexicano debería garantizar no sólo la seguridad de los periodistas, sino de todos los ciudadanos a fin de alcanzar una auténtica libertad de expresión. No obstante, en la realidad y en esta etapa histórica, esta visión se reduce a perseguir un ideal, de modo que hay que tomar medidas urgentes que sean diferentes de lo que el estado o los grupos poderosos esperan que hagamos. A la par que luchemos por aproximarnos a lo correcto, es nuestro deber hacer todo lo que esté en nuestras manos por garantizar la seguridad de los periodistas (y de todos los ciudadanos). En este sentido, la creación de sistemas destinados a la captación de información anónima semejantes a Wikileaks, permitirían a aquellos que busquen defender la verdad por sobre el reconocimiento personal, contribuir al destierro de la corrupción en nuestro país.
Honremos pues a los mártires del periodismo, no sólo valorándolos porque murieron en pos de un ideal, sino aprendiendo de sus errores para no repetirlos nunca más. México no necesita más mártires; requiere de héroes anónimos que cada día luchen por forjar el cambio que todos anhelamos.
Me ha encantado la propuesta que el autor hace para enfrentar un problema tan terrible como el asesinato de los periodistas motivado por su labor de investigación, que suele tener un ideal, decir la verdad, pero que en este país, y según qué verdad, es lo mismo que “darse por muerto”. Sin embargo, la propuesta que el autor sugiere me parece brillante: escapar del ego que supone especificar siempre y en cada caso “la autoría”, centrando en la acción de publicar y de difundir la información, el único fin perseguible. De nada sirven, como bien apunta, los periodistas muertos. Es muy doloroso y terrible lo que sucede, pero, ¿qué necesidad hay de que sea así? Si los autores fueran pseudónimos, “el pueblo de México”, el nombre de un estado o la raza de un perro, es absolutamente irrelevante, aunque moralmente más elevado, y nuestros periodistas, sobre todo aquellos que se meten en temas tan terriblemente delicados, estarían, ciertamente, más seguros. Nadie sabría quiénes son, y esa es una estrategia no sólo humilde, sino fuertemente inteligente. GRACIAS por compartir tan buenas y geniales ideas.
Estoy de acuerdo. Los periodistas martires no pueden seguir contribuyendo con sus investigaciones y opiniones despues de una publicacion valiente. Pero usar pseudonimos no los salva del espionaje tan sofisticado que ahora compra el gobierno. La unica via que se presenta actualmente es Wikileaks.