Manuel Darío Méndez Avendaño
En el homenaje al mtro. Darío Méndez,
organizado por el Foro Permanente Heberto Castillo Martínez
y el Instituto de Relaciones Culturales Mexicano-Cubanas Flores Magón-Mella,
en Xalapa, Ver., el 15 de octubre de 2016.
Un día de 1974, caminando por las calles del centro de Córdoba, mi ciudad natal, me encontré con un amigo que era 4 ó 5 años mayor que yo y con quien me unía la proclividad al aprendizaje de lenguas distintas del castellano. Luego de saludarnos, me dijo: “Oye, Luis, fíjate que va a haber un curso gratuito de inglés en el Casino Español; será en las tardes de lunes a viernes de 6 a 8. No sé cuánto va a durar porque lo va a dar un norteamericano jubilado que va a pasar algún tiempo en Córdoba. Empieza hoy. A ver si vas”. “Sí, gracias, voy a hacer lo posible”, le contesté. Y nos despedimos. Me atrajo la idea y me puse a pensar en cómo haría para asistir al menos un par de veces por semana. No la tenía fácil, pues ya trabajaba en el departamento eléctrico del ingenio Motzorongo, enclavado en el pueblo homónimo donde permanecía toda la semana. Ir de allí a Córdoba implicaba viajar por una terracería lamentable tres horas y media en camión, o dos en tren de pasajeros. Por fortuna, éste solía pasar entonces por Motzorongo a eso de las 3 de la tarde. A las 5 llegaba a la ciudad. De este modo pude acudir a unas cuantas lecciones prácticas del cursillo de lengua inglesa. Sin embargo, del aquel puñado de lecciones, la primera imprimió profunda huella en mí, y esa huella nada tuvo que ver con el idioma extranjero cuyas bases intentaba incorporar a mi escaso acervo, sino con el talante y la actitud del instructor. A la cabecera de una mesa rectangular, sentado un hombre anciano, de hablar pausado, rostro sereno, con visos de haber sido muy alto y corpulento, que dijo en su lengua materna tener entonces 82 años de edad, mostraba vivo entusiasmo por transmitir sus conocimientos a quienes también sentados estábamos allí. Ese cuadro me impresionaba gratamente al par que me desconcertaba, pues hasta ese momento yo, que rebasaba apenas las dos décadas de edad, estaba acostumbrado a ver viejitos en sus casas, tranquilos, recibiendo atenciones si la fortuna los había socorrido, status que daba como natural e inevitable si el paso del humano por la Tierra se extendía hasta su última etapa. Y allí estaba yo, ante un caso que echaba por los suelos esa creencia mostrándome con toda claridad que la edad avanzada no es necesariamente obstáculo insuperable para seguir aprendiendo y sirviendo a los demás.
Recuerdo que días después, repasando esa extraordinaria lección de vida, me la explicaba diciéndome que había vivido esa experiencia, hasta entonces insólita en mi vida, porque su protagonista era un extranjero pudiente que había venido de un país avanzado. Estaba equivocado. Con el paso del tiempo fui descubriendo que el deseo de aprender y servir a los demás está estrechamente asociado a la búsqueda individual del desarrollo del espíritu, el cual, una vez logrado, ese deseo se mantiene vivo hasta el final de la existencia. Por supuesto que es una conducta poco vista, un logro de unos cuantos para beneficio de muchos.
Por suerte, con el correr de los años he tenido la satisfacción de encontrarme de vez en cuando en nuestro México con hombres y mujeres semejantes al descrito; por ejemplo, el maestro Manuel Darío Méndez Avendaño, a quien hemos invitado a este lugar para rendirle todos los presentes, procurando que nada barruntara un sencillo pero muy sentido homenaje.
Manuel Darío Méndez Avendaño –el mtro. Darío, como lo conocemos– nació en Huatusco, Veracruz, el 9 de octubre de 1925. Acaba de cumplir, pues, 91 años, aunque cualquiera al verlo, dada su lucidez y vitalidad, le atribuiría varios menos. Expondré a continuación algunos de los rasgos más sobresalientes de su vida, extraídos de una entrevista que concedió, no hace mucho, al mtro. Francisco Guzmán Márquez.
“Siendo estudiante de primaria –dice el mtro. Darío– tuve un maestro empírico que me enseñó a sembrar rábanos, lechugas…, lo cual me ha servido toda la vida, porque en la época de cosecha salía a vender para tener en el bolsillo unos centavos. A los 13 años ya me daba por servir al ser humano. Frente a la iglesia de Huatusco había un terreno propiedad de un millonario. Le dije que si quería lo arreglaba para hacer una cancha de basquetbol (que era el deporte que se practicaba entonces). Aceptó. Convencí a mi hermano y a otros amigos para que participaran. Todos los días íbamos a las 6 de la mañana a aplanar el terreno. Quedó listo en tres meses. El millonario compró los tableros y así hubo una nueva cancha de basquetbol para el pueblo de Huatusco. Otra experiencia de mi niñez fue que a los 12 años, un tío dueño de una farmacia me dio trabajo, y aunque iba a la escuela mañana y tarde, al salir me iba a las 6 a llenar cajas de diferentes pomadas, así aprendí la maravilla de trabajar y poder adquirir algunas cosas de uso propio. Otra maravilla fue que otro maestro me ayudó a venir a Xalapa a presentar examen en la Normal. Aprobé y obtuve una beca que me permitió estudiar”.
Ya como normalista, valoraba Darío la disciplina, el caminar desde la fábrica de chocolates La Locomotora hasta la Escuela Normal, que ocupaba el edificio de la actual Facultad de Economía, y el caminar es ejercicio que hasta la fecha practica y al que califica de extraordinario. Y, en efecto, así lo vemos siempre: caminando. Es usted, mtro. Darío, un consumado kuanememe, que en lengua náhuatl significa “el que camina”.
En 1947, fue secretario general de los estudiantes normalistas y recibió, dice él mismo, el honor de revivir el Ateneo Normalista Veracruzano. Trabajó más tarde como profesor interino en Córdoba. Tiempo después se estableció en la ciudad de México donde estudió la preparatoria y luego la licenciatura en derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Vivió la represión gubernamental, alrededor de 1958, de miles de maestros y ciudadanos dirigidos por Othón Salazar. “La policía montada apaleó, mató o encarceló a muchísimos profesores inocentes –dice el maestro–. Otros y yo nos salvamos gracias a gente bondadosa que nos resguardó en su casa”.
Luego fue oficial mayor del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y asesor político de Carlos Jonguitud Barrios quien, entre otros cargos, fue director del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (Issste) (1976-1979) y dirigente del SNTE hasta 1989. Pero lo destacable de su conducta fue que desde sus posiciones de oficial mayor y de asesor buscó siempre servir al magisterio nacional negándose a enriquecerse ilícitamente, a pesar, como dice en la entrevista al mtro. Guzmán, de que ponían en sus manos millones de pesos cada mes.
Otro rasgo característico de Darío ha sido su amor por el conocimiento, su deseo de abrevar siempre en los grandes pensadores y transformadores del mundo, como Buda, Sócrates, Platón, Aristóteles, Cristo, Carlos Marx, Fidel Castro, El Che Guevara, Salvador Allende y otros más. De allí su búsqueda por ser mejor cada día. De allí su convicción de vivir con honradez, sencillez y armonía; de haber trabajado siempre para tener lo indispensable, no para acumular. De allí su convicción de que el ser humano, hoy adormecido, está llamado a despertar y escalar a niveles espirituales superiores. De allí su compromiso de seguir luchando hasta la fecha desde la izquierda mexicana por una patria justa.
Por eso celebramos su larga y provechosa vida.
Gracias, maestro Darío, por tu congruencia, por tu sobriedad, por tu ejemplo.
Originalmente publicado en La Jornada Veracruz, el 21 de octubre del 2016
Siempre he pensado que el peso de la edad se lleva más en la mente que en el cuerpo. Ejemplos como los narrados aquí nos enseñan que mientras seamos jóvenes en nuestros pensamientos, la vejez física no nos detendrá jamás. Qué bueno que existan hombres dispuestos a dedicar su vida en beneficio de los demás y que, de paso, dejen un camino trazado para que los demás podamos recorrerlo.